noviembre 10, 2015

Los Consejos


Son numerosas las personas que dan consejos, pero escasas son las que los reciben con reconocimiento, y todavía más raros los que los siguen. Después de los 30 años, el hombre se vuelve, por lo general, impermeable a los consejos. Cuando los consejos ya no le alcanzan se vuelve rápidamente fatuo y egoísta. Añade, para el resto de sus días la impudencia a la estupidez, lo que irremediablemente causará su pérdida. Es por ello que es indispensable descubrir a alguien capaz de discernir, ligándose fuertemente a él para recibir su enseñanza.

Un Samurai que no concede ningún interés a la riqueza y al honor, acaba habitualmente por volverse insignificante y envidioso. Este hombre es a la vez vano e inútil, acaba por revelarse inferior a aquel mismo cuyos únicos móviles son la ambición, el dinero y la fama. No es de ninguna utilidad inmediata.

Hasta la edad de cuarenta años un Samurai debe vigilar de no dejarse seducir por la sabiduría y el sentido del juicio. Debe depender únicamente de sus capacidades y de su fuerza de carácter. Cuanto mayor sea esta última, mejor será el samurai. Aun habiendo superado los 40 años, pero esto depende del individuo y de su posición social, un Samurai no es nada si no tiene fuerza de carácter.

mayo 26, 2014

De Bello Gallico. Libro I. Guerra de Helvecios y Ariovisto (I)

I. La Galia (1) está dividida en tres partes: una que habitan los belgas, otra los aquitanos, la tercera los que en su lengua se llaman celtas y en la nuestra galos. Todos estos se diferencian entre sí en lenguaje, costumbres y leyes. A los galos separa de los aquitanos el río Carona, de los belgas el Marne y Sena. Los más valientes de todos son los belgas, porque viven muy remotos del fausto y delicadeza de nuestra provincia; y rarísima vez llegan allá los mercaderes con cosas a propósito para enflaquecer los bríos; y por estar vecinos a los germanos, que moran a la otra parte del Rin, con quienes traen continua guerra. Ésta es también la causa porque los helvecios (2) se aventajan en valor a los otros galos, pues casi todos los días vienen a las manos con los germanos, ya cubriendo sus propias fronteras, ya invadiendo las ajenas. La parte que hemos dicho ocupan los galos comienza del río Ródano, confina con el Carona, el Océano y el país de los belgas; por el de los secuanos (3) y helvecios toca en el Rin, inclinándose al Norte. Los belgas toman su principio de los últimos límites de la Galia, dilatándose hasta el Bajo Rin, mirando al Septentrión y al Oriente. La Aquitania entre Poniente y Norte por el río Carona se extiende hasta los montes Pirineos, y aquella parte del Océano que baña a España.





Notas.
(1) César no Incluye en esta división el país de los alóbroges, ni a la Galia Narbonense, que formaban ya parte de la provincia romana.
(2) Los suizos, llamados entonces helvecios, estaban ya comprendidos en la Galia, a la cual limitaba el Rin por este lado.
(3) El país ocupado por los secuanos corresponde al Franco Condado.

octubre 09, 2013

Auto-perfección


Si deseáis perfeccionaros, la mejor manera de hacer es solicitar la opinión de los otros y buscar sus críticas. La mayor parte de las personas intentan perfeccionarse fiándose en su sola facultad de apreciación. El único resultado que consiguen es que no hacen progresos significativos... Los hombres que buscan las críticas de los demás son ya superiores a ellos. La primera palabra pronunciada por un Samurai, en cualquier circunstancia, es extremadamente importante. Revela por esta palabra todo su valor. En tiempos de paz, el lenguaje firma el valor. Pero, del mismo modo, en tiempos de disturbios y destrucción, la gran bravura puede revelarse por una única palabra. Se puede decir entonces que esta palabra única es la flor del alma. 

Un Samurai debe siempre evitar quejarse, incluso en la vida corriente. Debe estar en guardia para no dejar escapar jamás una palabra que demuestre su debilidad. Una indicación anodina hecha por inadvertencia indica frecuentemente el valor del que la ha hecho.

Un hombre cuya reputación está basada sobre su habilidad para una técnica precisa es insignificante. Concentrando toda su energía en un solo objeto, se ha vuelto desde luego excelente pero se ha abstenido de interesarse en otras cosas. Un hombre así no es de ninguna utilidad

septiembre 25, 2013

Levantaos a la Octava


Es el colmo de la locura para un Samurai perder el control de sí mismo si por desgracia queda reducido al estado de ronin o se encuentra enfrentado a algún revés de fortuna del mismo tipo. En el tiempo del Señor Katsushige, los Samurais tenían una divisa favorita: "Si no habéis sido ronin siete veces, no podréis reivindicar efectivamente el título verdadero de Samurai. Tropezad y caed siete veces, pero levantaos a la octava." Manifiestamente, Hyogo Naritomi había sido, según se dice, siete veces ronin. Un Samurai al servicio de un daimio debe ser como un tentetieso que se levanta cada vez que uno lo inclina. En verdad, sería una excelente idea para el Daimyo devolver a sus discípulos la libertad para someter a prueba su fuerza espiritual. 

El Trato a los Subordinados.
En un poema a la gloria de Yoshitune, se dice: "Un general debe dirigirse frecuentemente a sus soldados." Las personas que sirven a un amo estarán tanto más dispuestas a consagrar su vida a su servicio cuando su amo le alabe en circunstancias excepcionales, así como en la vida corriente, del tipo: "Me habéis servido muy bien." "Debéis ser muy cuidadoso con esto o lo otro." "Ahora tengo un servidor de primera clase." Estos comentarios atentos son de una gran importancia.

septiembre 24, 2013

El Orgullo

Kanji para la palabra Orgullo

El que tiene pocos conocimientos se vuelve rápidamente pretencioso y se deleita en la idea de ser considerado como un hombre competente. Los que se enorgullecen de sus talentos y se estiman superiores a sus contemporáneos serán inevitablemente castigados por alguna manifestación del Cielo. Un hombre que no sepa hacerse apreciar de los otros no será de utilidad a nadie a pesar de su alta competencia. El que trabaja arduamente y sabe permanecer modesto; el que se alegra de la posición subordinada que ocupa al mismo tiempo que respeta a sus iguales, será altamente estimado.


agosto 12, 2013

Efemérides12 Agosto

Un día como hoy, pero del 30 aC muere Cleopatra Filopator Nea Theao Cleopatra VV, quien fuese la última reina del Antiguo Egipto y de la dinastía ptolemaica, también llamada Lágida, fundada por Ptolomeo I Sóter, general de Alejandro Magno. Fue la última del llamado Periodo helenístico de Egipto.


Busto en mármol de Cleopatra VII de Egipto, 30-40 aC (Fuente: Wikipedia.com)

Tras la batalla naval de Actio (2 de septiembre del 31 aC), en la que Cleopatra y Marcus Antonius perdieron, Caius Octavius Turinus, el 30 de julio del año 30, entraba con facilidad en Alejandría. A continuación, Marcus Antonius, engañado por un falso informe sobre la muerte de Cleopatra, se suicidó dejándose caer sobre su propia espada.

Los planes de Caius Octavius Turinus consistían en tomar a la reina como prisionera y exhibirla en Roma durante la tradicional ceremonia conocida como Triunfo, simbolizando con ello la superioridad y la victoria sobre la humillada enemiga a la que el pueblo de Roma tanto odiaba. Esto aumentaría más si cabe su respaldo popular e impulsaría decisivamente sus aspiraciones políticas.

Cleopatra se percató del final que la esperaba tras entrevistarse con Octavius, un hombre frío y calculador que a diferencia de Gaius Iulius Caesar y Marcus Antonius no podría seducir o sugestionar de ningún modo. Viendo pues su futuro como esclava, tal vez en el reino del que había sido soberana (convertido ahora en la provincia romana de Egipto), Cleopatra eligió morir y tomó la decisión de suicidarse. Según la versión más extendida, pidió a sus criadas Iras y Charmion que le trajeran una cesta con frutas y que metieran dentro una cobra egipcia (el famoso áspid), responsable de su muerte. Otras versiones relatan que se quitó la vida al conocer el suicidio de su esposo. Antes de fallecer escribió una misiva a Octavius en la que le comunicaba su deseo de ser enterrada junto a Marcus Antonius, y así se hizo. Se desconoce el lugar de su sepultura.

La Muerte de Cleopatra por Reginald Arthur.

julio 11, 2013

The Living Years por Mike & The Mechanics


Songwriters: Michael Rutherford, Brian Robertson y Brian Alexander

Every generation
Blames the one before
And all of their frustrations
Come beating on your door

I know that I'm a prisoner
To all my Father held so dear
I know that I'm a hostage
To all his hopes and fears
I just wish I could have told him in the living years

Crumpled bits of paper
Filled with imperfect thoughts
Stilted conversations
I'm afraid that's all we've got

You say you just don't see it
He says it's perfect sense
You just can't get agreement
In this present tense
We all talk a different language
Talkin' in defense

Say it loud, say it clear
You can listen as well as you hear
It's too late when we die
To admit we don't see eye to eye

So we open up a quarrel
Between the present and the past
We only sacrifice the future
It's the bitterness that lasts

So Don't yield to the fortunes
You sometimes see as fate
It may have a new perspective
On a different date
And if you don't give up, and don't give in
You may just be O.K.

Say it loud, say it clear
You can listen as well as you hear
It's too late when we die
To admit we don't see eye to eye

I wasn't there that morning
When my Father passed away
I didn't get to tell him
All the things I had to say

I think I caught his spirit
Later that same year
I'm sure I heard his echo
In my baby's new born tears
I just wish I could have told him in the living years

Say it loud, say it clear
You can listen as well as you hear
It's too late when we die
To admit we don't see eye to eye

Say it loud, say it clear
Say it loud
Don't give up
Don't give in
And don't know what you can do next

junio 18, 2013

Remedy

Hoy que me ataca la gripe fuertemente, sólo puedo pensar en esta canción.


Baby, baby why can't you sit still?
Who killed that bird out on your window sill?
Are you the reason that it broke it's back?
Tell me, did I see you laugh about that?
If I come on like a dream?
Will you let me show you, what I mean?
Will you let me come on inside?
Oooh, Will you let it glide?

Can I have some remedy? (All I Want Is A Remedy)
Remedy for me please. (Oh, all other things let em' be)
Cause if I had some remedy (Oooh, I would take another)
I'd take enough to please me.

Baby, baby why'd you dye your hair?
Why you always keeping with your mother's dare?
So Baby why's who's who, who baby who know you too?
Tell me, Did the other children scold on you?
If I come on like a dream?
Ooh, will you let me show you what I mean?
Will you let me come on, inside?
Oh, Will you let it slide?

Can I have some remedy? (All I Want Is A Remedy)
Remedy for me please. (Oh, all other things let em' be)
Cause if I had some remedy (Oooh, I would surely take ano!)
I'd take enough to please me. (To please me-e!)

Uh, I need a remedy huh, yeah!
For what is hailing me! You see? Uh.
I need a remedy, for what is hailing on me.
I need a remedy, yeah, for what's ailing me.

Oooooowwwww, if I don't I have a remedy.
Ya see I found it.
Ya see baby I want it.
Uh, ya see I found it.
Oooh, I really want it

junio 07, 2013

Los Asesinos


Autor: Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
—¿Qué van a pedir? —les preguntó George.
—No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
—Qué sé yo —respondió Al—, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
—Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
—Todavía no está listo.
—¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
—Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
—Adelanta veinte minutos.
—Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer?
—Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
—A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
—Esa es la cena.
—¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
—Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado…
—Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
—Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
—¿Hay algo para tomar? —preguntó Al.
—Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.
—Dije si tenés algo para tomar.
—Sólo lo que nombré.
—Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama?
—Summit.
—¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo.
—No —le contestó éste.
—¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al.
—Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo.
—Así es —dijo George.
—¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George.
—Seguro.
—Así que sos un chico vivo, ¿no?
—Seguro —respondió George.
—Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al?
—Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás?
—Adams.
—Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo?
—El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
—¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al.
—¿No te acordás?
—Jamón con huevos.
—Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
—¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George.
—Nada.
—Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
—En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al.
George se rió.
—Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
—Está bien —dijo George.
—Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
—Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo.
—¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max.
—Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
—¿Por? —preguntó Nick.
—Porque sí.
—Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
—¿Qué se proponen? —preguntó George.
—Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina?
—El negro.
—¿El negro? ¿Cómo el negro?
—El negro que cocina.
—Decile que venga.
—¿Qué se proponen?
—Decile que venga.
—¿Dónde se creen que están?
—Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso?
—Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá.
—¿Qué le van a hacer?
—Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó: —Sam, vení un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
—¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
—Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
—Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete.
—Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
—Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo?
—¿De qué se trata todo esto?
—Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
—¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina.
—¿De qué creés que se trata?
—No sé.
—¿Qué pensás?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
—No lo diría.
—Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
—Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
—Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar?
George no respondió.
—Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a comer todas las noches, ¿no?
—A veces.
—A las seis en punto, ¿no?
—Si viene.
—Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
—De vez en cuando.
—Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
—Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
—Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina.
—¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George.
—Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
—Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado.
—Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
—Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
—¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
—Uno nunca sabe.
—En un convento judío. Ahí estuviste vos.
George miró el reloj.
—Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
—Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después?
—Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
—Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena?
—Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media.
—Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer.
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
—Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero.
—Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
—No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
—Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
—El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
—¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
—Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
—Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
—¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó.
—Vamos, Al —insistió Max.
—¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
—No va a haber problemas con ellos.
—¿Estás seguro?
—Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
—No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado.
—Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
—Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
—Adios, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte.
—Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
—No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
—¿Qué carajo…? —dijo pretendiendo seguridad.
—Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
—¿A Ole Andreson?
—Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
—¿Ya se fueron? —preguntó.
—Sí —respondió George—, ya se fueron.
—No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada.
—Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
—Está bien.
—Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte.
—Si no querés no vayas —dijo George.
—No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen.
—Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
—Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo.
—Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick.
—Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Querés verlo?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer.
—Soy Nick Adams.
—Pasá.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
—Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
—George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
—No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente.
—Le voy a decir cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a avisarme.
—No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
—¿No quiere que vaya a la policía?
—No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea.
—¿No hay nada que yo pudiera hacer?
—No. No hay nada que hacer.
—Tal vez no lo dijeron en serio.
—No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
—Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
—¿No podría escapar de la ciudad?
—No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
—Ya no hay nada que hacer.
—¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
—No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
—Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick.
—Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
—Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
—No quiere salir.
—Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
—Sí, ya sabía.
—Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable.
—Bueno, buenas noches, Señora Hirsch —saludó Nick.
—Yo no soy la Señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell.
—Bueno, buenas noches, Señora Bell —dijo Nick.
—Buenas noches —dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
—¿Viste a Ole?
—Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
—No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
—¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George.
—Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
—¿Qué va a hacer?
—Nada.
—Lo van a matar.
—Supongo que sí.
—Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
—Supongo —dijo Nick.
—Es terrible.
—Horrible —dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
—Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
—Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick.
—Sí —dijo George—. Es lo mejor que podés hacer.
—No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
—Bueno —dijo George—. Mejor dejá de pensar en eso.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...